Los años ’70 fueron,
políticamente hablando, realmente muy turbulentos. Eran frecuentes los toques
de queda para amedrentar, controlar y reprimir a la población civil. Mientras
una parte de la clase trabajadora expresaba su combatividad contra el estancamiento
de las industrias, el desarrollo distorsionado, el creciente desempleo y la
mayor subordinación al capital extranjero mediante la organización de
Coordinadoras Interfabriles en el conurbano y en varias ciudades del interior,
otra parte de los trabajadores, entre confundidos y golpeados, seguía las
directivas de la titubeante y burócrata estructura sindical oficial, la CGT.
Esa debilidad de la dirigencia gremial no hizo más que demostrar que, a pesar
de proclamar la defensa de los intereses de los trabajadores, a lo largo de los
años sus dirigentes se vendieron a las patronales y a los distintos gobiernos
que respaldaron los intereses de las grandes empresas oligopólicas tanto
nacionales como extranjeras.
Fueron años en los que los capitales internacionales, con el apoyo de los organismos financieros internacionales, presionaron sobre el gobierno de turno para alentar reformas estructurales con el objeto de instaurar un nuevo proceso de especulación financiera, de legislación sobre inversiones internacionales y de endeudamiento externo, disposiciones todas ellas que afectarían insidiosamente al país, con altibajos y matices, durante los años siguientes. Durante los años ’60, los sucesivos gobiernos tanto civiles como militares, habían buscado salir del estancamiento económico impulsando las ideas del desarrollismo, esto es, pasar de una economía agroexportadora a una economía industrial. Y para lograrlo, decidieron darles un lugar protagónico a los capitales extranjeros sin considerar quién controlaría la explotación de los recursos, hacia dónde se destinarían las ganancias o cual sería el nivel de endeudamiento del país.
Resultó más que evidente que Estados Unidos había participado directamente en la planificación del golpe militar de marzo de 1976 junto a la burguesía argentina para instaurar la economía neoliberal. La dictadura destruyó el tejido social de la sociedad desarticulando las fuerzas populares y dándole un lugar privilegiado a los capitalistas para mejorar las condiciones de inversión y las garantías sobre el futuro de sus empresas. Esto no hizo más que demostrar que la Argentina había pasado de ser una semicolonia inglesa a ser una semicolonia estadounidense. La oligarquía vernácula y sus socios foráneos pasaron a dominar de cabo a rabo las riquezas del país. La desnacionalización de la economía, el aumento de la pobreza, del desempleo, de la economía informal y la tutela directa de Washington, la definían claramente como parte del llamado Tercer Mundo. También implicó el fin de los partidos tradicionales de izquierda como referentes políticos, menos el Partido Comunista, que vergonzosamente saludó la llegada de los militares al poder brindándoles un apoyo táctico y llamando a una convergencia cívico-militar, ya que consideraba que el rumbo elegido por el gobierno dictatorial era el camino adecuado para ganar la paz y encontrar las soluciones económicas, políticas, sociales y culturales que el país necesitaba.
Fueron años en los que los capitales internacionales, con el apoyo de los organismos financieros internacionales, presionaron sobre el gobierno de turno para alentar reformas estructurales con el objeto de instaurar un nuevo proceso de especulación financiera, de legislación sobre inversiones internacionales y de endeudamiento externo, disposiciones todas ellas que afectarían insidiosamente al país, con altibajos y matices, durante los años siguientes. Durante los años ’60, los sucesivos gobiernos tanto civiles como militares, habían buscado salir del estancamiento económico impulsando las ideas del desarrollismo, esto es, pasar de una economía agroexportadora a una economía industrial. Y para lograrlo, decidieron darles un lugar protagónico a los capitales extranjeros sin considerar quién controlaría la explotación de los recursos, hacia dónde se destinarían las ganancias o cual sería el nivel de endeudamiento del país.
Resultó más que evidente que Estados Unidos había participado directamente en la planificación del golpe militar de marzo de 1976 junto a la burguesía argentina para instaurar la economía neoliberal. La dictadura destruyó el tejido social de la sociedad desarticulando las fuerzas populares y dándole un lugar privilegiado a los capitalistas para mejorar las condiciones de inversión y las garantías sobre el futuro de sus empresas. Esto no hizo más que demostrar que la Argentina había pasado de ser una semicolonia inglesa a ser una semicolonia estadounidense. La oligarquía vernácula y sus socios foráneos pasaron a dominar de cabo a rabo las riquezas del país. La desnacionalización de la economía, el aumento de la pobreza, del desempleo, de la economía informal y la tutela directa de Washington, la definían claramente como parte del llamado Tercer Mundo. También implicó el fin de los partidos tradicionales de izquierda como referentes políticos, menos el Partido Comunista, que vergonzosamente saludó la llegada de los militares al poder brindándoles un apoyo táctico y llamando a una convergencia cívico-militar, ya que consideraba que el rumbo elegido por el gobierno dictatorial era el camino adecuado para ganar la paz y encontrar las soluciones económicas, políticas, sociales y culturales que el país necesitaba.
A pesar de que alrededor de un centenar y medio de sus militantes fueron asesinados y desaparecidos por la dictadura, el PC consideró el golpe como válido. En sucesivos documentos que publicaron por entonces, hicieron un reconocimiento de las justificaciones iniciales del pronunciamiento militar y los objetivos que la flamante dictadura se adjudicaba, utilizando una fraseología antiguerrillera similar a la de los militares: “Es conocido nuestro punto de vista sobre las actividades de la supuesta ultraizquierda, que siempre repudiamos; la guerrilla se combate suprimiendo las causas sociales que la generan”. Y en su periódico “Tribuna Popular” recalcaba que “el terrorismo de ultraizquierda está inspirado en el trotskismo y el anarquismo y sus adherentes están animados por la impaciencia de los sectores pequeñoburgueses”.
Por eso no resultó llamativo que cuando la Junta Militar dictó una ley que disolvía o declaraba ilegales numerosas organizaciones políticas, sindicales y estudiantiles socialistas, el PC no fuera incluido en esa lista. Ni tampoco resultó extraño que en una publicación oficial del Partido se afirmara enfáticamente que compartían el “programa liberador” de la Junta Militar, la que afirmaba que no habría “soluciones fáciles, milagrosas o espectaculares”, por lo que no pedía “adhesión sino comprensión”. “La tiene”, le contestaron desde el PC mediante un comunicado.
Pero tiempo antes del
golpe, fueron numerosos los crímenes cometidos por la ultraderecha peronista de
la Triple A, la que fue responsable del secuestro y asesinato de unas dos mil
personas. Los cuerpos de algunas de ellas fueron arrojados en el Riachuelo. Fue
una época terrible. Militantes de organizaciones revolucionarias, dirigentes
juveniles, líderes sindicales, periodistas, sacerdotes tercermundistas,
abogados de presos políticos, todos ellos fueron víctimas de una carnicería
sólo superada por la posterior dictadura cívico-clerical-militar.
Bajo el mando del ministro
de Bienestar Social peronista José López Rega (1916-1989), oficiales de las
Fuerzas Armadas, policías federales activos o dados de baja por antecedentes
delictivos, agentes de inteligencia, delincuentes de frondoso pasado, matones
sindicales dirigidos por la conducción central del sindicalismo, miembros de la
Juventud Sindical Peronista, de la Juventud Peronista de la República Argentina
y civiles del sector ultraderechista del peronismo que cumplían funciones
burocráticas, conseguían armas en el extranjero, editaron revistas y se
encargaron de la “depuración ideológica” del peronismo bajo la consigna “el
mejor enemigo es el enemigo muerto”.
Con total impunidad, con el visto bueno primero de Juan D. Perón (1895-1974) hasta su muerte, y luego con mayor intensidad bajo la presidencia de su esposa, María Estela Martínez (1931), la ex bailarina de cabarés que había conocido en Panamá durante su exilio en ese país tras el golpe militar que lo había derrocado en septiembre de 1955, la Triple A siguió la consigna que Perón había pregonado un año antes de su muerte: cuidado con “sacar los pies del plato”, porque entonces tendremos el derecho de “darles con todo”. Y así lo hicieron. Bajo el liderazgo de los comisarios Alberto Villar (1917-1974) y Luis Margaride (1913-2001) se formó ese escuadrón de la muerte que, financiado por la logia italiana Propaganda Due y apoyado por la CIA, asesinó a cientos de militantes de izquierda, estudiantes, sindicalistas, artistas, sacerdotes y seminaristas.
Con total impunidad, con el visto bueno primero de Juan D. Perón (1895-1974) hasta su muerte, y luego con mayor intensidad bajo la presidencia de su esposa, María Estela Martínez (1931), la ex bailarina de cabarés que había conocido en Panamá durante su exilio en ese país tras el golpe militar que lo había derrocado en septiembre de 1955, la Triple A siguió la consigna que Perón había pregonado un año antes de su muerte: cuidado con “sacar los pies del plato”, porque entonces tendremos el derecho de “darles con todo”. Y así lo hicieron. Bajo el liderazgo de los comisarios Alberto Villar (1917-1974) y Luis Margaride (1913-2001) se formó ese escuadrón de la muerte que, financiado por la logia italiana Propaganda Due y apoyado por la CIA, asesinó a cientos de militantes de izquierda, estudiantes, sindicalistas, artistas, sacerdotes y seminaristas.
El emperador romano Marco Aurelio (121-180), dijo alguna vez que el que haya mirado con detenimiento el presente ha visto todas las cosas: las que ocurrieron en el holgado pasado y las que ocurrirán en el porvenir. ¿Será realmente así? El inquieto pasado está vigente, eso es seguro, pero ¿el porvenir? ¿No están ocurriendo cantidad de barbaridades en el mundo como para no ser pesimista en cuanto al futuro? ¿O acaso no hay devastadoras guerras, una proliferación desvergonzada de la corrupción de las clases dirigentes, unos desastres medioambientales cada vez más calamitosos y un aumento descomunal de la concentración de la riqueza y de la desigualdad social producto del mezquino sistema económico predominante? ¿Se pueden tolerar las idioteces y mentiras de los políticos? ¿No asquearse de la insaciable codicia de los ricachones? ¿No desilusionarse por la falta de conciencia social para establecer relaciones de empatía entre personas de diferente condición económica, racial o ciudadana? ¿No fastidiarse por el contrabando y el narcotráfico encubiertos por la corrupción de las fuerzas policiales?
Allá por 2008, el economista
y filósofo francés Guy Sorman (1944) en su obra “L’économie ne ment pas” (La
economía no miente), afirmaba con total descaro que “el capitalismo ha
alimentado un gran avance de las clases medias”, o “en los últimos años el
mundo ha experimentado un espectacular avance hacia la desaparición de la
pobreza”, o “según los datos que tenemos disponibles podemos ver que aumenta el
bienestar y las soluciones de mercado sí funcionan”, o “sólo existe una
economía, el capitalismo de mercado, la economía liberal triunfante que muchos
aún deploran pero que nadie puede negar”, entre otras irracionales insensateces
que fueron las que proliferaban en boca de las hordas oligárquicas que sólo
miraban sus cada vez mayores patrimonios sin importarles un bledo la desdichada
situación de la mayoría de las personas. ¿Economista?, ¿filósofo?, más bien un
desvergonzado embustero al servicio de esas camarillas. Cabría recordar al escritor
italiano Giovanni Papini (1881-1956) -católico converso él y adherente al
fascismo- quien en 1921 en su “Il libro nero” (El libro negro), en un rapto de
franqueza aseguraba que los elogios a la liberalidad no eran más que un pobre
disfraz de la avaricia.
O recordar al escritor
uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) quien, en una entrevista, ante la pregunta ¿por
qué a las teorías económicas del neoliberalismo se las considera teorías
morales, previsiones casi inexorables?, respondió: “probablemente es el resultado
del fracaso de otras experiencias. El hecho es que hoy hay una casi unanimidad
sobre ciertas cosas que son profundamente falsas. Por ejemplo, la
identificación de la libertad humana con la libertad que otorga el dinero. La
experiencia histórica demuestra que la libertad del dinero es por lo general
enemiga de la libertad de la gente. Cuanto más libre es el dinero, tanto más
oprimida está la gente. Otra mentira es la necesidad de privatizar el Estado.
El Estado no debe ser privatizado sino más bien desprivatizado, esto es
transformarlo en la expresión del interés público y no en un instrumento
utilizado por gente que transforma los derechos de los ciudadanos en favores
del poder”.
Es inevitable recordar estas reflexiones ante la realidad socio-económica que vive la Argentina de hoy de la mano de Javier Milei (1970), un individuo que presenta claros signos de desequilibrio psicológico en sus acciones y declaraciones, al que compaña un séquito de fanáticos que mediante el uso de las redes sociales promueven y propagan las calumnias, las agresiones, el acoso y el odio hacia quienes consideran enemigos. Alguna vez el funesto presidente, de notorios rasgos autoritarios, ha aseverado que “el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad privada”. Por supuesto nunca dijo una palabra sobre que el liberalismo exacerba el individualismo, desata la codicia, la corrupción y destruye socialmente a las comunidades. Es muy evidente que la aplicación de políticas neoliberales dentro de un fenómeno basado en el aumento continuo de la interconexión entre las diferentes naciones del mundo en el plano económico, político, social y tecnológico, está provocando una desmesurada concentración de la riqueza, el hiper desarrollo del capital especulativo, la profundización de las desigualdades sociales, un funesto daño ecológico y un atroz aumento de la pobreza en buena parte del mundo.
¿Acaso no son todos estos
síntomas de la decadencia del capitalismo que ya ni siquiera puede garantizar
el bienestar para los sectores medios de la población mundial? ¿Acaso no es
creciente la pauperización de este sistema económico? El conflicto básico, como
lo ha sido siempre pero hoy más que nunca debido a la globalización financiera, es un
conflicto entre las distintas clases sociales, entre las clases dominantes y
las clases populares. Ante cada crisis la oligarquía construye una explicación
atribuyendo las defecciones del sistema a simples errores pasajeros que pueden
solucionarse mediante severas medidas transitorias, pero siempre sin
profundizar en si esas anomalías tienen que ver con el funcionamiento natural
del capitalismo y que para evitarlas debería pensarse en otro sistema de
producción y de distribución. Es más que evidente que la gran dependencia de
las políticas tanto del FMI como el Banco Mundial, garantes principales de las
políticas impulsadas desde los Estados Unidos, llevan a la vulnerabilidad de la
economía argentina impulsando un creciente proceso de desregulación y apertura
al libre movimiento de capitales y generando un creciente endeudamiento y fuga
de capitales que no hacen más que renovar el ciclo vicioso de concentración de
la riqueza y extensión de la pobreza.
Está claro que los artífices de la globalización, que todo lo someten al espíritu mercantil y monetarista, están profundamente interesados en mantener a muchos países en ese estado de miserable postración del que sacan jugoso provecho. Decía el novelista inglés Graham Greene (1904-1991) que “la muerte es el único valor absoluto en el mundo. Basta perder la vida para no perder nunca nada más”. Tal como se vive hoy en día, más temprano que tarde, los argentinos van a perder la vida, pero no sólo como individuos sino como sociedad organizada; y eso también es un valor, si no absoluto, al menos primordial. Los síntomas ya están a la vista.
Por último, más que esperar en condiciones paupérrimas los resultados de promesas que jamás se cumplirán, aguardando en vano la redistribución de la riqueza y el funcionamiento de la justicia, ¿es muy insensato pedir que se tornen más decentes las vidas de los jubilados, los desocupados, los marginales, los excluidos? Ya es tiempo de darle a esas vidas un verdadero sentido, enmarcado por la dignidad y los derechos, y libre de los caprichos de quienes engañan y se enriquecen con el esfuerzo y la resignación de los ciudadanos. ¿O acaso es muy insensato esperar que se los trate con respeto? Con respecto a los gobernantes -todos-, vale recurrir al filósofo alemán Georg Lichtemberg (1742-1799): “Daría cualquier cosa por saber verdaderamente en provecho de quién se han realizado los actos que se proclama haber hecho por la patria”. En cambio, para referirse a lo que pasa con el pueblo, vale recurrir al escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942): “En realidad, uno no sabe que pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches”.